10 de febrero de 2013

Pour la france


Y como siempre desenrollé el pergamino que anunciaba sus delitos, ese pergamino que era una condena a muerte en sí mismo y que tantas veces había desatado y liberado, pronuncie sus nombres y el porqué de sus delitos, quieto como una estaca, mis palabras eran los martillazos que me clavaban aun más, mis hombres corrían como perros de presa adelantándome, abalanzándose sobre los tres como una jauría humana.
Algo en mi me impedía quedarme, abandone esas ruinas que antaño debieron ser una mansión y espere fuera, uno a uno mis hombres los fueron sacando, la mujer parecía catatónica, mis hombres la llevaban a rastras pero parecía una mera formalidad, daba la impresión de que esa mujer había dejado este mundo hace mucho, balbuceaba cosas sin sentido no mas entendibles que el traqueteo de las patas de un ratón esquivo que se funde con las paredes, la niña en cambio, fue algo distinto, caminaba entre mis dos hombres, firme, sin miedo, mirándome, había algo en esos dos puntitos negros que me congelo hasta la última gota de sangre que había en mi corazón, algo que no había visto nunca ni en los ojos del peor enemigo, por suerte no duro mucho, el padre en cambio fue algo distinto, no había miedo en su mirada, no había pánico, al contrario, era una mirada calidad, una mirada de alivio, casi pareciera que estaba agradecido, el sabia de sobra que terminaría guillotinado pero su mirada desprendía gratitud.
No hubo más misiones ese día, ya era tarde, los detenidos serian ajusticiados al día siguiente, como siempre, a las seis de la tarde, en la plaza de la revolución.
Sentí algo a medianoche, una punzada en la espalda, un escalofrió recorriéndome el cuello, da igual como se quiera llamar, pero algo me despertó súbitamente, la mirada de la niña fue lo primero que se me vino a la mente, me incorpore y durante un segundo mire a mi mujer, durante un segundo me jure que no me movería, me mentí a mí mismo, al instante siguiente ya tenía el uniforme sobre mí y me dirigía a las ruinas donde habíamos detenido a los antirrevolucionarios esa misma tarde. El lugar parecía sacado de una novela de terror, una calle desértica con un silencio tan espeso que sentidas como te habrías camino a través de él a cada paso, la casa se erguía desafiante a pesar de no ser más que un puñado de escombros, me encamine hacia el sótano, donde los encontramos, las escaleras crujían a cada paso, como si alertaran de mi presencia a la oscuridad, para que estuviera preparada a mi llegada, todo seguía como esa tarde, sabanas sucias tiradas por el suelo, comida podría a medio comer, casi como si aun siguieran ahí, en una repisa había botes de cristal, vacíos en su mayoría, pero uno de ellos tenía algo que me resultaba familiar, avance esquivando los desperdicios que se interponían en mi camino, el bote en si parecía destacar, estaba limpio, como recién puesto, en su interior había un pergamino como los que solía usar, no pude abrir el bote, así que termine estrellándolo contra el suelo, me agache a recogerlo, sin quedaba alguna duda el tacto me lo confirmo, era uno de mis pergaminos, lentamente lo desenrolle y allí estaba, grabado a fuego, mi nombre, en el centro del pergamino, el miedo me invadió ¿Quién podía ser? ¿Amigos de los antirrevolucionarios? ¿Algún desgraciado al que mande a la cárcel hace años? Como un estúpido intente borrar mi nombre del pergamino, como si eso fuera suficiente, me descontrole, termine destrozándolo dejando que los pedazos cayeran alrededor de mi, entonces preso del pánico, la vi.
En una esquina del sótano, agazapada, la niña, ¿Cómo era posible? ¿Habría logrado escapar? Antes de que pudiera reaccionar corrió en mi dirección, salto hacia mí y me agarraba del cuello con una fuerza sobrehumana para una niña, intentaba zafarme pero me era imposible, no podía despegarla de mí, el mundo se oscureció y desperté empapado en sudor en mi cama al lado de mi mujer, no conseguí dormir lo que quedaba de noche.
La plaza de la revolución estaba abarrotada, siempre me preguntaba cuantos de de los allí presentes realmente disfrutaban viendo aquello, el verdugo afilaba la hoja de la guillotina, aunque no lo parezca en una época como esta, era necesario tal mantenimiento.
Me acerque al verdugo, pura formalidad, pero la formalidad se convirtió en ira, ni un saludo cruzo el aire, solo le pregunte ¿Cómo se sentía sabiendo que iba a matar a una familia entera?, debes equivocarte dijo, hoy solo tengo que ajusticiar a una chiquilla, no me entere hasta más tarde que durante la noche tanto el hombre y la madre habían muerto, suicidio.
Ya llegaban mis hombres con la niña, como siempre acompañaban al penado atravesando la plaza, donde la gente allí concentrada podía desahogarse con ellos, pero esta vez era distinto, tal vez porque esta vez, tenían delante de ellos a una cría, pero no, no era la primera vez que ajusticiaban a niños en aquella plaza y nunca recibían trato preferente, era distinto, esa niña emanaba algo que helaba los corazones de la gente y los amedrentaba, era miedo, la gente de la plaza sentía miedo siguiera de dirigir su mirada hacia la niña.
Como siempre uno de mis hombres que quedaba al pie de la escalera, mientras el otro acompañaba al criminal, y luego era el verdugo el que se encargaba, a veces había que obligarlos, otras veces se sentaban dóciles, con los niños solía ser la primera opción, pero la niña ocupo su posición como si ya tuviera aprendida esa lección, como si supiera de sobra que iba a pasar ahí.
Sin mediar palabra el verdugo ajusto el resorte de madera al cuello de la niña y agarro la soga que sostenía el peso y la cuchilla y sin que  leyera la sentencia la dejo caer, corrí hacia la guillotina, el tiempo se detenía a mi paso, podía ver la hoja caer, centímetro a centímetro, como la niña levantaba la mirada y la clavaba en mi, una palabra perforo mi cerebro, “quieto” no sé porque pero le hice caso, me pare en seco, el sonido metálico retumbo en toda la plaza, la hoja salió volando y cayó con fuerza a unos metros delante de mí, la niña chillo y ese grito llego más lejos que el sonido de la hoja, ese grito se pudo oír por todas las calles y callejones de Francia, mas allá del rio  retumbando por cada uno de sus edificios, y propagándose como una peste.


(Gracias y perdón a Tarina por dejarme mancillar su obra)

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